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miércoles, 17 de septiembre de 2008

Una noche en la habitación 43

Entré pasadas las diez y pedí una habitación simple. El silencio de la calle se confundía con el aburrimiento del anciano de aquel viejo hotel de media estrella.
Me dio dos toallas blancas y un jaboncito rectangular más la llave de la habitación 43, primer piso, pero a último momento colocó un control remoto sobre la pila blanca.
Por suerte, entre todos los datos que me requirió, no preguntó mi estado civil.
Subí acompañada por el hombrecito, me dijo hasta mañana desde el pasillo y bajó. La pieza estaba pintada de blanco con dos camitas sencillas de madera oscura.
La única ventana era cubierta por una cortina gruesa de ondas naranja. Fui al baño. Se me cayeron las ganas de ducharme cuando vi que no tenía cortinas y la ventanilla estaba junto a la flor de la ducha en una noche gélida. Saqué de mi bolso el cepillo y el dentífrico, me lavé los dientes hasta pasar la lengua y volví al dormitorio.
Encendí el televisor: discutían sobre la ruta de la efedrina y la conexión mexicana en el programa de Santo. Apagué.
Me dormí con frío en las piernas, sólo llevaba la misma remera gris y oro con la que trabajé toda la tarde y no tenía tus piernas para refugiar mis pies.
Los gritos de la señora de la limpieza me asustaron antes de la siete, cuando su objetivo era despertar a otros pasajeros en la habitación de al lado.
Volví a encender el canal de noticias: ahora otros periodistas del mismo multimedio discutían por cuándo llovería de una buena vez.
Me levanté y tomé una ducha calentísima y abundante mientras el sol primaveral entraba desde la ventanilla. Un venteveo se posó en el alféizar y me gritó: lejos de supersticiones, le arrojé algo de agua y voló hacia una antena vecina.
Me sequé con los dos toallones blancos y puse la misma ropa del día anterior.
Pensé qué hacer.
Tendí la cama, ordené la mesita de noche y bajé las escaleras crujientes y empinadas.
El anciano de la noche anterior había desaparecido dejando en su sitio a un joven afable y vivaz.
Le entregué la llave, olvidé el control del TV en la mesita, ahí están las toallas en el baño, hasta siempre.
Ahora vengo caminando por calle Eva Perón, mientras los comercios del centro despiertan sus persianas y yo vuelvo a casa porque te extraño como extraño nuestro modo de vivir.